Había nacido el 28 de abril de 1940 en General Pico, La Pampa, ciudad donde nació su vocación por la música; tenía 81 años.
Para entender su versatilidad, tal vez haya que echar un vistazo por la galería de fotos que hay en su casa, en las que se lo ve junto a Mercedes Sosa, Palito Ortega, Julio Iglesias, Liza Minnelli, Celia Cruz, Armando Manzanero o Gal Costa, además de Ayrton Senna y César Luis Menotti. O, tal vez, prestar especial atención a la anécdota que cuenta como al pasar: “Hace muchos años, la gente de calefones Orbis nos contrató a un grupo de músicos y a mí para dar un concierto de jazz. Eran todos obreros en sus caballetes. Empezamos a tocar y nos miraban azorados, no entendían de qué se trataba y yo me entré a preocupar, porque me daba cuenta de que nosotros estábamos en una frecuencia y ellos, en otra. Fue una total falta de conocimiento del tipo que nos eligió para hacer esa música que no conocían. Así que, sin avisarles a los muchachos, me puse a tocar El choclo. Y salieron todos a bailar. Uno de los músicos se enojó y le dije ‘Entre que te enojes vos o que acá me rompan el alma o se aburran, prefiero que te enojes’. Comprendí que, cuando uno se debe al espectáculo, está en función de la gente. Hay que abrir la cabeza”, entiende Raúl Parentella, con casi 50 años de carrera y un apodo que no le pesa.
El ‘Maestruli’ de Susana Giménez fue el pianista del programa de la diva durante ocho temporadas (del ‘92 al ‘99). “Estar con ella me sumó muchísimo. Pensá que con Susana me conoció hasta el loro. Pero ¿sabés quién me puso realmente ese apodo? Marcelo Tinelli. Resulta que ella mezclaba y me decía ‘Maestruli’, ‘Maestringui’, ‘Maestranga’. Y Tinelli hizo una parodia y me puso ‘Maestruli’ para siempre.
¿Te llaman así por la calle?
Sí, terrible. Es más, lo tengo como marca registrada para varios productos. Me han llamado así en Miami, por ejemplo. Yo voy mucho al bingo de Belgrano, y, cuando gano una linea o el cartón, dicen ‘ganó el Maestruli’.
Tipo amable, buen contador de escenas cotidianas, gran anfitrión. Pide que uno se mueva con naturalidad por su departamento de Belgrano e invita a recorrer ese mágico lugar que, en vez de hall, tiene un estudio de música. Uno entra y directamente se topa con “un piano de un cuarto de cola”, un micrófono, teclados, computadoras, parlantes, auriculares, partituras, discos. Detrás de una cortina, el resto de la casa, como en un segundo plano. “Me paso todo el día acá, componiendo, grabando canciones a pedido -uno de sus trabajos más sólidos-, dejando que la música fluya. Y a mis vecinos les encanta cuando abro las ventanas y escuchan lo que toco. Y siempre toco de todo”, se sincera el hombre que no siente “prejuicio hacia ningún género, para nada”.
Tiene 70 años, cuatro hijos, cuatro nietas, “dos ex mujeres con las que me llevo bárbaro” y una novia de 30 años. “La conocí por Facebook. Es rosarina y se llama Grisel. Te voy a contar una cosa: la segunda vez que la vi, la dejé en su casa, después paré en una Shell de Campana a tomar un café, vi un disco de Dyango y me lo compré. ¿Sabés cuál era el primer tema del CD? Grisel, buena señal”.
Nacido en General Pico, La Pampa, “de pibe era igual que ahora… O, mejor dicho, sigo siendo un nene. Estoy todo el día jorobando, haciendo chistes. Es muy raro que me enoje”. De chico tocaba el piano y el acordéon, y en su ciudad natal formó su primera orquesta, Juventud: “Me familiaricé enseguida con los instrumentos, porque tengo oído absoluto”.
Como Charly García…
Sí, pero eso no es determinante. Para mí, el mejor músico argentino de todos los tiempos, y que está vivo, no tiene oído absoluto y toca como los dioses. Te hablo de Horacio Salgán. Mirá, yo tendría unos 14 años cuando, en la casa de un amigo del colegio, escuché en la radio A fuego lento, tocado por Horacio y fue estremecedor. No me olvido jamás de ese momento. Yo soy el fan número uno de Salgán.
A menos de un mes de presentar su último álbum, Porque te quiero tanto -el 19 de abril, en el Club Salvavidas, Cabello al 3.900-, acaba de grabar Rosario mi ciudad, un tango que se suma al listado de temas que guarda en su computadora. La enciende y se reproducen los jingles que compuso para Coca-Cola y para una infinidad de marcas, amén de cortinas musicales para radio y TV. Y, terminada la sesión, se sienta al piano, un Steinway al que le descubre lo que quiere. O lo que quieren los demás, en un gesto que lo caracteriza.